Contando que cuenta

Ahí está.

Otra vez.

Jamás me he considerado de sueño particularmente ligero, pero hay madrugadas en las que su voz cambia tanto de tono que me saca de cualquier viaje onírico.

Estas noches en las que se unen los ronquidos del marido, con las carreras de Lola en sus sueños y ese murmullo, complican mucho el descanso.

Se exalta, resopla, vuelve a contar, alguna risa perdida, uno que otro reclamo ahogado. Son susurros, pero en medio del silencio se escuchan, se oyen con claridad…

10, 20, 45, 200, mil, 800, ¡100 mil!

Cuenta calorías, cuenta platos, cuenta tortillas, cuenta mordidas al pan, cuenta rebanadas de pizza; hasta parece un déjà vu de mi adolescencia.

Pero sus intereses son diversos, también numera discusiones, carcajadas, copas de vino, visitas conocidas, marcadores del Scrabble, flores, las tiradas de domino, personas nuevas, jarras con agua, cervezas abiertas, copas derramadas… cuenta todo, como si se tratara de un diario, de una memoria, de una bitácora.

Desde año nuevo que no lo escuchaba, esa mañana tuvo mucho que contar, aunque aquella vez sonaba hasta festivo, como si el ambiente alegre lo hubieran contagiado, como si aquel karaoke le hubiera cambiado el ánimo más bien nostálgico de días anteriores.

Pero hoy… hoy… ¿está llorando?

Estoy segura que si un día le dejo la laptop encima armaría un Excel con todas sus cuentas, convertiría en celdas la vida de este hogar. Pero faltaría su acento, la entonación con la que parece celebrar algunas cifras y lamentar otras.

Ese murmullo casi chispeante con el que enlista platos, guisados y cubiertos los días de visitas; o ese tono condescendiente con el enumera mis intentos para aprender una nueva palabra en lengua de señas.

Pero hoy mi comedor entre la cuenta de los platillos del desayuno y la comida está sollozando, se le entrecorta la voz, se le escapan suspiros.

Necesito venderlo, es demasiado grande, creo que saldré a llorar con él, empiezo a sospechar que extrañaré sus cuentas cuando se tenga que ir.

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